jueves, 13 de abril de 2006

II

de girondo luces que cuando se apagan nos dejan todavía más solos
de tom robbins who knows how to make love stay?
de pearl jam push me, pull me
de nick cave the bells in the chapel go jingle jangle jingle jangle (the coins in my pocket go) jingle jangle jingle jangle
de calamaro no pienso estar enero en pinamar no me excita cagar en el mar
de sumo sería bueno que pidieras que la tierra se mueva hasta que choque china con africa
de intoxicados nena quisiera volver a casa solo para ver al perro volver a casa
de vonnegut this is what an asshole looks like *
de nirvana grandma take me home
de lennon bed peace hair peace
de lenin you look for the person you will benefit and.. um..you know..
de stalin una muerte es una tragedia mil muertes una estadistica
de calamaro no miraste bien en tus espejos retrovisores
de white stripes dead leaves and a dirty ground when i know you're not around
de los brujos un gato me llevo al antirabico y me mordió
de la velvet who loves the sun?
de doris al dintel blanco de mi ventana una paloma se vino a posar
de lou reed and the colored girls go du du du
de sumo soltate el brillo solta la belleza de tu pelo con welapon
de zappa peaches en regalia
de los pixies where is my mind? way out in the water see it swimming
de girondo

CAMPO NUESTRO

Este campo fue mar
de sal y espuma.
Hoy oleaje de ovejas,
voz de avena.

Más que tierra eres cielo,
campo nuestro.
Puro cielo sereno...
Puro cielo.

¿De tu origen marino no conservas
más caracol que el nido del hornero?

No olvides que el azar hinchó sus velas
y a través de otra mar dio en tus riberas.

Ante el sobrio semblante de tus llanos
se arrancó la golilla el castellano.

Tienes, campo, los huesos que mereces:
grandes vértebras simples e inocentes,
tibias rudimentarias,
informes maxilares que atestiguan
tu vida milenaria;
y sin embargo, campo, no se advierte
ni una arruga en tu frente.

Ya sólo es un silencio emocionado
tu herbosa voz de mar desagotado.

¡Qué cordial es la mano de este campo!

Sobre tu tersa palma distendida
¡quién pudiese rastrear alguna huella
que revelara el rumbo de su vida!

Tus mismos cardos, campo, se estremecen
al presentir la aurora que mereces.

Une al don de tu pan y de tu mano
el de darle candor a nuestro canto.

¿Oyes, campo, ese ritmo?
¡Si fuera el mío!...
sin vocablos ni voz te expresaría
al galope tendido.

Estas pobres palabras
¡qué mal te quedan!
Pero qué quieres, campo,
no soy caballo
y jamás las diría
si tú me oyeras.

Por algo ante el apremio de nombrarte
he preferido siempre galoparte.

Ritmo, calma, silencio, lejanía...
hasta volverte, campo, melodía.

Sólo el viento merece acompañarte.

¿No podrá ni mentarse tu presencia
sin que te duela, campo, la modestia?

Eres tan claro y limpio y sin dobleces
que el vuelo de una nube te ensombrece.

¡Hasta las sombras, campo, no dan nunca
ni el más leve traspiés en tu llanura!

¿Cómo lograste, campo tan benigno,
asistir a los cruentos cataclismos
que describen tus nubes
y ver morir flameantes continentes,
inaugurarse mares,
donde jóvenes islas recalaban
en bahías de fuego,
con el vivo y remoto dramatismo
que recuerdan tus cielos?

Al galoparte, campo, te he sentido
cada vez menos campo y más latido.

Tenso y redondo y manso,
como un grávido vientre
virgen campo yacente.

Sin rubores, ni gestos excesivos,
—acaso un poco triste y resignada—
con el mismo candor que usan tus chinas
y reprimiendo, campo, su ternura,
—más allá del bañado, entre las parvas—
se te entrega la tarde ensimismada.

Pasan las nubes, pasan
—¿Quién las arrea?—
tobianas, malacaras,
overas, bayas;
pero toditas llevan,
campo, tu marca.

Dime, campo tendido cara al cielo,
¿esas nubes son hijas de tu sueño?...

¡Cómo no han de llorarte las tropillas
de tus nubes tordillas
al otear, desde el cielo, esas praderas
y sentir la nostalgia de sus yerbas!

Lo que prefiero, campo, es tu llaneza.

Ya sé que tierra adentro eres de piedra,
como también de piedra son tus cielos,
y hasta esas pobres sombras que se hospedan
en tus valles de piedra;
pero al pensarte, campo, sólo veo,
en vez de esas quebradas minerales
donde espectros de muías se alimentan
con las más tiernas piedras,
una inmensa llanura de silencio,
que abanican, con calma, tus haciendas.

En lo alto de esas cumbres agobiantes
hallaremos laderas y peñascos,
donde yacen metales, momias de alga,
peces cristalizados;
peto jamás la extensa certidumbre
de que antes de humillarnos para siempre,
has preferido, campo, el ascetismo
de negarte a ti mismo.

Fuiste viva presencia o fiel memoria
desde mi más remota prehistoria.

Mucho antes de intimar con los palotes
mi amistad te abrazaba en cada poste.

Chapaleando en el cielo de tus charcos
me rocé con tus ranas y tus astros.

Junto con tu recuerdo se aproxima
el relente a distancia y pasto herido
con que impregnas las botas... la fatiga.

Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido?
hasta encontrarlo dentro de uno mismo.

Siempre volvemos, campo,
de tus tardes con un lucero humeante...
entre los labios.

Una tarde, en el mar, tú me llamaste,
pero en vez de tu escueta reciedumbre
pasaba ante la borda un campo equívoco
de andares voluptuosos y evasivos.

Me llamaste, otra vez, con voz de madre
y en tu silencio sólo hallé una vaca
junto a un charco de luna arrodillada;
arrodillada, campo, ante tu nada.

Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo,
te me vas, despacito, para adentro...
al trote corto, campo, al trotecito.

Aunque me ignores, campo, soy tu amigo.

Entra y descansa, campo. Desensilla.
Deja de ser eterna lejanía.

Cuanto más te repito y te repito
quisiera repetirte al infinito.

Nunca permitas, campo, que se agote
nuestra sed de horizonte y de galope.

Templa mis nervios, campo ilimitado,
al recio diapasón del alambrado.

Aquí mi soledad. Esta mi mano.
Dondequiera que vayas te acompaño.

Si no hubieras andado siempre solo
¿todavía tendrías voz de toro?

Tu soledad, tu soledad... ¡la mía!
Un sorbo tras el otro, noche y día,
como si fuera, campo, mate amargo.

A veces soledad, otras silencio,
pero ante todo, campo: padre-nuestro.

“No eres más que una vaca —dije un día—
con un millón de ubres maternales”...
sin recordar —¡perdona!— que enarbolas
entre el lírico arranque de tus cuernos
un gran nido de hornero.

“Si no tiene relieve, ni contornos.
Nada que lo limite, que lo encuadre;
allí... a las cansadas, un arroyo,
quizás una lomada...”
seguirán —¡perdonadlos!— murmurando,
aunque tu inmensa nada lo sea todo.

Comprendo, campo adusto, que sonrías
cuando sólo te habitan las espigas.

Aunque no sueñen más que en esquilmarte
e ignoren el sabor de tus raíces,
el rumbo de tus pájaros,
nunca te niegues, pampa, a abrir los brazos.
Has de ser para todos campo santo.

Al verte cada vez más cultivado
olvidan que tenías piel de puma
y fuiste, hasta hace poco, campo bravo.

No te me quejes, campo desollado.
Cubierto de rasguños y de espinas
—después de costalar entre tus cardos—
anduve yo también desamparado,
con un dolor caballo en las costillas.

Recuerda que tus nubes se desangran
sin decir, campo macho, ni palabra.

Son tan grandes tus noches, que avergüenzan.

Si los grillos dejasen de apretarle
una sola clavija a tu silencio,
¿alcanzarías, campo, el delirante
y agudo diapasón de las estrellas?

Hasta la oscura voz de tus pantanos
da fervor a tu sacro canto llano.

¡Qué buenos confesores son tus sapos!

Nada logra expresar, campo nocturno,
tu inmensa soledad desamparada
como el presentimiento que ensombrece
el insomne mugir de tus manadas.

Vierte, campo, sin tregua, en nuestras
venas la destilada luz de tus estrellas.

Tu santa luna, campo solitario,
convierte nuestro pecho en un hostiario.

Déjanos comulgar con tu llanura...
Danos, campo eucarístico, tu luna.

¿A qué sabrán tus pastos
cuando logren, por fin, domesticarte
y en vez de campo potro desbocado
te transformes en campo endomingado?

Cómo ríen tus sapos, tus maizales,
con dientes de potrillo,
del candor con que todas tus ciudades,
no bien salen del horno,
ya ostentan capiteles, frontispicios,
y arquitrabes postizos.

Sólo soportas, campo, los aleros
que aconsejan vivir como el hornero.

Te llevé de la mano
hacia aldeas y rutas patinadas
por leyendas doradas;
pero tú sonreías, campo niño,
y yo junto contigo...
siempre, siempre contigo
campo recién nacido.

Tantos viejos modales resobados
y tanta historia
con tantas mezquindades,
desde la ausencia, campo, musitaban
tus ingenuos yuyales.

—¡Qué tierras sin aliento! —balbuceabas—.
Sólo produce muertos...
grandes muertos insomnes y locuaces
que en vez de reposar y ser olvido
desertan de sus tumbas, vociferan,
en cada encrucijada,
en cada piedra.
Los míos, por lo menos, son modestos.
No incomodan a nadie.

Y el eco de tu voz, entre las ruinas:
“Dadle muerte a esos muertos”, repetía.

¿Dónde apoyarnos, campo?
¡Ni una piedra!
Nada que indique el rumbo de tus huellas.
Persiste, campo nada, en acercarnos
la ocasión de perdernos... o encontrarnos.

Gracias, campo, por ser tan despoblado
y limpito de muertos,
que admites arriesgar cualquier postura
sin pedirle permiso a los espectros.

Muchas gracias por crearnos una muerte
de tu mismo tamaño y tan perfecta
que no deja ni el rastro de una huella.

Y mil gracias por darnos la certeza
de poder galopar toda una vida
sin hallar otra muerte que la nuestra.

Con sólo descansar sobre tu suelo
ya nos sentimos, campo, en pleno cielo.

—”¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?”
—”En mí perduraría tu presencia.”

Espera, campo, espera.
No me llames.
¿Por qué esa voz tan negra,
campo madre?

—”¿Es tu silencio mar quien me reclama?”
—”Ven a dormir a orillas de mi calma.”

Tú que estás en los cielos, campo nuestro.
Ante ti se arrodilla mi silencio.

lunes, 3 de abril de 2006

Esperando a 1989

Prólogo del Editor

“Soy medio vidente. Todos los temas de Sumo, todos, desde el primero hasta el último, todos son predicciones. No lo hice a propósito. Yo hago todos los temas en el acto, por ahí hay algún estribillo que ya está. Las letras están hechas en el estudio, yo las hago mientras que estoy grabando, me las invento. Y nunca sé de qué carajo estoy hablando. Después al año, a los dos años, escucho y pasó exactamente lo mismo que había cantado.”
Luca Prodan
(17/5/953 – 22/12/987)

Siempre soñé con ser escritor, y con veinticinco años, una carrera de letras en España, algunos textos prematuros (pero que no poca gente había llegado a respetar), creía que podría llegar a ser bueno. Cuando me empecé a dar cuenta de que iba a terminar siendo editor, me sentí un poco defraudado.
Un día estaba sentado en un bar, tomando una cerveza y escribiendo un cuento. Siempre reconocí que tengo poco dominio del idioma y que no soy tan expresamente locuaz a la hora de redactar mis pensamientos. Pero siempre tuve la mente muy agitada y vagabunda, curiosa, algunas veces pedante, algunas veces dispersa, pero siempre vigilante. El texto que estaba trabajando hablaba de un hombre que, revisando entre cosas viejas en el altillo de su padre (q.e.p.d.), encuentra un baúl lleno de cuadernos llenos. Setenta, doscientos, trescientos cuadernos cargados de palabras. El hombre se sorprende ya que desconocía absolutamente esa dedicación que tenía su padre por la escritura. Abre uno y cuando intenta leer ve que no entiende nada de lo que dice. La caligrafía era paupérrima. No se entiende ni una palabra, ni una letra; garabatos lineales, mamarrachos separados en renglones que no cumplen la función básica de lo que es la escritura. Revisa otros cuadernos y en todos es igual. Con el tiempo se vuelve un poco loco y en una ocasión sale a la calle gritando con un ejemplar, tratando de obligar a que otra gente se lo lea. Entra desaforado a un café y un hombre se acerca y le habla, lo calma, le da de fumar. El hombre, ya bastante tranquilo, le explica lo que le pasa y el buen ciudadano mira los cuadernos. Ahí descansaba el cuento y sobre él mi lapicera. Sin saber cómo seguirlo, yo tomaba sorbos de cerveza. Pensé en la posibilidad de que el hombre sea dueño de una galería de arte y que piense que los cuadernos pueden tener gran valor artístico, pero eso no me entusiasmaba demasiado. De repente entra al bar un hombre eufórico, diciendo que había encontrado un baúl lleno de grabaciones que predecían el futuro. Inmediatamente me levanté y lo agarré del brazo, le di de beber, lo senté en una silla. Se calmó y me dijo que su padre era escritor pero que un accidente lo dejó incapaz de escribir y por eso había tenido que crear toda su obra oralmente. Era muy obstinado y había hecho miles de grabaciones, cuentos, poesía, varias novelas, críticas, de todo. Tenía un depósito con baúles y baúles de grabaciones. Su padre era el ya demasiado conocido R. T., y me estaba hablando de la ya demasiado conocida colección de grabaciones titulada Los discursos anacrónicos. Hoy cualquiera sabe de la magia tan sutil que expuso R. T. en esas grabaciones. De las referencias tan increíbles que hace a muchos de los textos más conocidos de años posteriores, esas que aisladas parecerían una sorprendente coincidencia; pero todas juntas, guardadas en esos baúles, son un gran chiste, un testimonio físico y metafísico de que las cosas no son como pensábamos. Pero eso es historia y poco importa ya. Esta es la publicación de una grabación inédita, una grabación extremadamente personal que guardé por muchos años, una grabación creada en el año 1987, en medio de una de las etapas más intensas de R. T., una grabación titulada Esperando a 1989. Es el ejemplar que R. T. (h) tenía en las manos cuando entró al bar. Me dio el grabador y rebobiné la cinta. Apreté el botón de Play y apareció esa voz que hoy me es tan conocida, esa voz oscura, trascendental, amplia; esa voz refinada, practicada, esa voz de oráculo, esa voz eterna, esa voz que aquél día de noviembre me cambió la vida, esa voz que jamás me dejó de hablar al oído; esa voz que me empezó a decir lo que hoy, en estas páginas, me decidí a compartir.
Mikel Aboitiz
Buenos Aires, 9/11/043

sábado, 1 de abril de 2006