viernes, 24 de agosto de 2012

Hilo de pensamiento

Estoy tirado en el sofá viendo en vivo cómo la gente de un pueblo de Noruega se prepara, con excesiva ceremonia en mi opinión, para abrir un paquete que dejó el alcalde de ese pueblo en 1912, para ser abierto hoy, 24 de agosto de 2012.

Básicamente, hay dos opciones. La primera: adentro del paquete hay una cosa, o un conjunto finito de cosas. Un periódico de esa fecha, una carta para los ciudadanos del 2012 y una lapicera con el sello del rey, por ejemplo. En este caso, el desenlace de la ceremonia será también necesariamente finito. Por mucha pompa que le echen, en algún momento se quedarán sin reacciones posibles, se vaciarán de frases públicas, se disolverá el grupo. El 24 de agosto tendrá un fin, que será debidamente olvidado.

La segunda opción me entretiene más. El paquete no contiene una cosa, o un número estable de cosas, sino infinitas cosas o, en rigor, la misma cantidad de cosas que posibilidades de cosa. Adentro del paquete hay, simultáneamente, un álbum de fotografías, un montón de pelo, tres ratones disecados, cuatro ratones disecados, un periódico de esa fecha, una carta para los ciudadanos del 2012, una lapicera con el sello de un rey inexistente, una edición abreviada del Memorial de Santa Helena, una lista de nombres, un juego de llaves, una fórmula matemática que no cuadra, una epopeya mala en octosílabos, cuerdas de guitarra, mapas, instrucciones. En este caso, abrir el paquete desencadenaría una cantidad infinita de efectos, la ceremonia no tendría fin, el 24 de agosto no acabaría nunca.

A la segunda opción (que contiene también la primera) le encuentro el problema, bastante contradictorio, de sólo ser posible durante una cantidad finita de tiempo. En el momento de abrir el paquete se descubriría, de entre las infinitas cosas que el paquete contenía originalmente, una sola cosa. Pueden dejar el paquete sin abrir y mantener así el número de contenidos en infinito, pero con el ulterior problema de que la tesis quedaría sin comprobar, sin saber cuál de las dos opciones es correcta. La curiosidad no mata al gato, lo convierte en humano.



Gatitos





Era un martes de las últimas semanas del verano de 19--. La luna se dibujaba en la noche como la ínfima punta de una uña, tan delgada que ni la persona más pulcra y obsesiva se molestaría en cortar. Hacerlo sería doblemente inútil puesto que, siendo menguante, al día siguiente habría desaparecido. Vega estaba viajando en un ómnibus, volviendo después de años al lugar donde había crecido. 

Llegó temprano en la mañana del miércoles, había visto los primerísimos rastros del alba entrando desde arriba al pueblo, donde el camino sinuoso en bajada hacía alternar, en su ventana, el lomo de la colina y las casas en la costa con el amanecer de fondo.

Se bajó del ómnibus en la ruta, a un kilómetro de la entrada del pueblo, cruzando por las vías del tren y comparando en la luz rosa el pueblo de sus recuerdos con el que ahora veía. La ruta era nueva, las vías del tren estaban oxidadas de forma irreparable, pero el pueblo estaba más o menos igual.

Entrando al pueblo, en lo último del crepúsculo, se le apareció un niño con un cartel entre las manos que leía

URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN

Agachándose levemente, le preguntó cuántos gatitos tenía y el niño le contestó que no los había contado, pero que eran muchos. Vega se agachó un poco más y le dijo que le gustaría mucho adoptar algunos gatitos. Le dijo que había recién vuelto al pueblo y que estaría viviendo solo, sin mucho que hacer. Los gatitos le darían compañía, y durante los primeros meses lo mantendrían ocupado, le dijo. Le dijo que no sabía en qué condiciones encontraría la casa de su madre, pero que en cuanto se hubiera instalado, podría ir a buscar algunos gatitos. El niño le dio una tarjeta que decía 

URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN

Abajo había un número de teléfono. Reconoció el prefijo del pueblo. Vega y el niño se despidieron. Después, se dio cuenta de que no le había preguntado su nombre, y se avergonzó de ello.

La llave estaba donde su cuñado le había dicho que estaría, abajo de la estatuilla del dinosaurio. Había una nota bastante larga en la mesa de la cocina, escrita sobre dos hojas del papel de la farmacia de su madre. En la nota le explicaba todo lo que tenía que saber para habilitar la casa nuevamente, dónde encontraría cada cosa, algunos trucos para hacer andar el auto, etc.

A la tarde hizo las compras, sorprendido por la facilidad con que soportó la conversación con la chica del supermercado, que nunca antes había conocido pero que lo identificó a Vega, le dijo que sabía que vendría y le habló de su madre y de su familia, regando el discurso con gestos de patetismo y caridad. Le preguntó si había encontrado bien la llave abajo de la estatuilla del dinosaurio. No le comentó nada sobre la bolsa de comida para gatos que había incluído en el carrito, junto a algunos cazos de distintos colores.

Cuando volvió a casa y colocó la compra, advirtió que todavía quedaban muchas horas de luz y que estaba a tiempo de ir a buscar a los gatitos. Marcó el número de la tarjeta y le contestó el mismo niño. Le preguntó si podía pasar esa tarde a mirar los gatitos y lleverse algunos. El niño le dijo que lo volvería a llamar un rato más tarde, cuando estuviera listo para recibirlo. Vega le dio su número de teléfono, que no recordaba, pero que estaba pegado con cinta scotch sobre la base del teléfono.

Se sentó en el sofá a esperar y se quedó dormido. Soñó que volvía a su departamento y que todos los pisos del edificio estaban cambiados. Entraba al suyo y todo estaba distinto, salía al pasillo y se encontraba con otros inquilinos que le contaban que era increíble, pero que todos los pisos del edificio estaban cambiados, el séptimo en el tercero, el cuarto en el octavo, y así. También soñó que volvía al pueblo, como ahora, todo parecido, pero que su mamá seguía viva y lo recibía en la casa. 

Se despertó de noche y miró alarmado el teléfono, preocupado de haber perdido la llamada. En ese momento, el teléfono sonó. Era el niño, que se disculpó por haber tardado tanto, pero que ya podía pasar a mirar los gatos. Le dio la dirección de una de las últimas casas del pueblo. Al ver la hora que marcaba el reloj del auto, que obviamente estaba mal, se dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué hora podría ser.

En la puerta de la casa encontró un cartel que decía

URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN

Abajo había una flecha que apuntaba a la izquierda. Siguió la flecha, bordeando la casa, donde encontró otro cartel idéntico, con la flecha en dirección opuesta. La noche de luna nueva estaba oscurísima, pero había una fila de velas que seguía el sendero marcado por los carteles, desde la parte de atrás de la casa, en descenso entre un bosquecillo hacia la playa. Casi al final, asombrado y con algo de miedo, comenzó a ver las incontables velas que iluminaban la pequeña playa, en perfecta continuidad con las estrellas que se reflejaban sobre el mar. Pero recién al pasar la última línea de pinos y sintiendo los comienzos de arena fría entre las sandalias, absorbió de golpe el espectáculo de los incontables gatitos iluminados por las incontables velas en la noche oscura, cubriendo la totalidad de la ensenada. Era increíble, ni los gatitos situados en la orilla, mojándose con cada ola, emitían el más leve maullido.




Escrito en la playa de Cuchía, en Cantabria. Pasado a computadora en la biblioteca del MARCO (Museo de Arte Contemporáneo), en Vigo. Publicado en el blog por segunda vez desde Barcelona, en un gesto de rebeldía y desesperación hacia mis lectores.


lunes, 20 de agosto de 2012

domingo, 19 de agosto de 2012

lunes, 13 de agosto de 2012