miércoles, 29 de julio de 2015

Gatitos

Lo que sigue es un cuento que presenté a un concurso y no gané nada. No presenten a concursos, chicos. Yo estaba bastante contento con el texto, que se llama "Gatitos". Es una versión un poco ampliada de un cuento que ya publiqué dos veces en el blog porque la primera vez nadie me dejó ningún comentario diciendo que estaba buenísimo. Lo escribí en una playa increíble de Cantabria, cerca de un lugar llamado Cuchía. Es una playa encerrada en acantilados, con una bajada muy empinada de un lado y del otro lado un acceso más fácil. Cuando yo fui, había bastante madera para hacer fuegos, y a la noche bajaba la marea y te podías meter caminando como 100 metros para adentro y ver el brillo del fuego en la piedra. Se había muerto mi abuela muy poco antes, así que supongo que está eso. Lo que estaba todavía lejos en el futuro es el incidente con una gatita que conté en inglés en la parte de atrás de una postal hace poco, y que subí al blog en un ataque de autobiografismo. Un tiempo después, en el viaje por el norte de España que hice en 2012, me quedé en otra playa increíble llamada Playa de Vega, en Asturias, y le puse "Vega" al personaje. Me gustaba la idea de que tuviera el nombre de un accidente geográfico. Cuando lo presenté al concurso, le puse de seudónimo "Joan Rivers", por la misma razón, y porque se había muerto poco antes esa gran comediante.



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GATITOS

Cuando terminó la película, se sacó los auriculares y acomodó el suéter que tenía de almohada, girándose para mirar el paisaje nocturno en la ventanilla. La luna menguante apenas trazaba un arco en la oscuridad, como una delgadísima uña que a nadie se le ocurriría cortar. Vega estaba viajando en un ómnibus, volviendo después de años al pueblo donde había crecido.

En una noche tan oscura, no se distinguía el paisaje. Todo lo que veía debía emitir su propia luz, o estar muy cerca de la ruta. Leyó cada uno de los carteles, pasando por sitios que no recordaba, o que eran nuevos. Fue una sorpresa comprender que llegarían al pueblo por el lomo de la montaña y no bordeando la costa, como él había previsto. Antes de que comenzaran a descender, se asomó el alba. Era un camino sinuoso que alternaba en su ventanilla el extenso paisaje y la detallada colina. En uno, veía el gran océano y los pueblos de la costa, que se convertían en viñedos y más abruptamente en los bosques de la ladera. En la otra, veía los muros de piedra amarilla trabajados con dinamita, y en ocasiones algún pequeño prado, o incluso alguna casa. El río brillaba, desembocando a lo lejos. Ver el pueblo desde ese ángulo y esa distancia aludía enormemente a las excursiones de su infancia y adolescencia. La ruta entonces no existía, y no había otro motivo para subir. Recordó la cabaña, más bien una choza, donde se podía pasar la noche. Allí, había mucha actividad durante la temporada de caza. Tenía árboles frutales a su alrededor, y algunas letrinas.

Un bebé comenzó a llorar. Estaba a varios asientos de Vega, aunque dentro de su campo de visión. Escuchó algunos suspiros de irritación entre los demás pasajeros, que empezaban a despertarse. Pero el llanto fue breve, rápidamente la madre le dio la teta. Siguieron descendiendo.

Bajó del ómnibus en la ruta. Al cruzar las vías del tren, oxidadas de forma irreparable, se consideró dentro del pueblo. Bajo una luz todavía rosa, examinó la primera cuadra, que no tenía grandes cambios y cuyas casas estaban bastante bien mantenidas. En el interior, sus habitantes dormían.

En lo último del crepúsculo, se le apareció un niño con un cartel entre las manos que, en letras rojas, decía:

URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN

Agachándose levemente, le preguntó cuántos gatitos tenía. El niño le contestó que no sabía, pero muchos. Vega se agachó un poco más y le dijo que le gustaría mucho adoptar algunos gatitos. Le dijo que recién había vuelto al pueblo y que estaría viviendo solo, sin demasiado para hacer. Los gatitos le darían compañía y, durante los primeros meses, lo mantendrían ocupado. Le dijo que no sabía en qué condiciones encontraría la casa, pero que en cuanto estuviera instalado, podría ir a buscar algunos gatitos. El niño le dio una tarjeta que decía: 

URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN

Debajo había un número de teléfono. Creyó reconocer el prefijo del pueblo, pero  advirtió que uno de los dígitos era distinto. Vega y el niño se despidieron. Después, se dio cuenta de que no le había preguntado su nombre.

Tomó el camino largo, llegando hasta el final del bulevar, prácticamente vacío. Desde el mirador, en la cima de aquel alto precipicio, veía a un grupo de surfistas a lo lejos. Recordó el surf. Recordó la primera vez que alguien había traído una tabla, y las imitaciones que todos comenzaron a hacer en los talleres de sus padres. Los surfistas eran diminutos, y desaparecían de a momentos entre las grandes olas. Había varios grupos de personas en la arena, tirados alrededor de círculos negros que habían sido recientemente fogatas, y de los cuales se distinguía de repente alguna línea de humo. Un muchacho, o quizá era una muchacha, estaba formando grandes letras en la arena, juntando troncos, pedazos de madera y otras cosas. Por ahora decía "SALU" o, posiblemente, "SALV".

Encontró la llave de la casa donde su cuñado le había dicho que estaría, debajo de la estatuilla del dinosaurio. Había una nota bastante larga en la mesa de la cocina, escrita sobre dos hojas de la farmacia de su madre. En la nota le explicaba todo lo que tenía que saber para habilitar la casa nuevamente, dónde encontraría cada cosa, algunos trucos del auto, a qué personas del pueblo podía contactar. Le recomendaba que, para las compras grandes, fuera al Jumbo que habían abierto en la ruta, entre su pueblo y el siguiente. La despedida era larga, lamentando no estar para su regreso y hablando muy emotivamente sobre su madre. Colgó la nota en la heladera, bajo un imán de una ballena, o un delfín.

La habitación de su madre estaba exactamente igual que siempre. Reconoció la forma de hacer la cama, la posición de cada uno de los almohadones, la distribución de los portarretratos y cajitas sobre la cómoda. En el pequeño sillón de la esquina estaban los muñecos, dispuestos según la composición habitual. Ningún pormenor había fallado. Incluso estaba el libro en la mesita de luz, bien centrado, con los anteojos de leer apoyados encima, en el sitio preciso. Y, junto al vaso de vidrio opaco, estaba la cajita de tic-tacs, la infinita, irremplazable y necesaria cajita de tic-tacs. El detalle fue devastador.

Fue a hacer las compras. Sobre el eje de la costa, el pueblo se volvía irreconocible, y se expandía sin distinción hacia el pueblo vecino. El estacionamiento del Jumbo era enorme, y estaba lleno de autos. Encontró lugar entre las últimas filas y, mientras volvía caminando, examinó de lejos el monstruoso edificio. Dentro del supermercado no parecía haber tanta gente, a juzgar por la cantidad de autos estacionados. Hacía mucho frío. Pasó por la fila de menos de quince unidades, que también era la fila de embarazadas. Antes de él había una mujer con una panza de unos siete meses.

—¿Vega? —le preguntó la cajera cuando llegó su turno. Vega asintió, confundido. Ella le aclaró rápidamente que su madre trabajaba en la farmacia, y que sabía que vendría. Se presentó como Silvia, o Silvina, y le habló del enorme afecto que tenía por su madre, ofreciendo constantemente su ayuda para cualquier cosa que necesitara. Vega hizo la asociación y recordó que uno de los contactos que su cuñado le había nombrado en la nota era la otra farmaceuta. Le preguntó si había encontrado bien la llave, debajo de la estatuilla del dinosaurio. No le hizo ningún comentario sobre la bolsa de comida para gatos que Vega había incluido en el carrito, junto a algunos cazos de distintos colores. Cuando se despidieron, ella se asomó para darle un beso. Este gesto de cercanía incomodó a Vega, que actuó torpemente y, en la confusión, ubicó mal la cara y terminó con el beso de ella casi sobre los labios.

Cuando volvió a la casa y guardó las cosas que había comprado, advirtió que todavía quedaban algunas horas de luz y que estaba a tiempo de ir a buscar los gatitos. Marcó el número de la tarjeta, que sonó durante un rato. Mientras tanto, examinó el teléfono verde. Contestó el mismo niño. Vega le preguntó si podía pasar a mirar los gatitos y llevarse algunos. El niño le dijo que lo volvería a llamar un rato más tarde, cuando estuviera listo para recibirlo. Vega le dio el número de la casa, que estaba pegado al teléfono, bajo dos o tres tiras de cinta añejada. Supo que, de lo contrario, no lo habría recordado.

Muy poco después, sonó el teléfono. Vega seguía ahí parado.
—Hola —dijo Vega.
—Hola, querido —fue la respuesta. Era equivocado. Se despidieron.

Se sentó en el sofá a esperar la llamada del niño y se quedó dormido. Soñó que volvía a su departamento y todos los pisos del edificio estaban cambiados. Entraba al suyo y todo era distinto, salía al pasillo y se encontraba con otros inquilinos que le contaban que era increíble, pero que todos los pisos del edificio estaban cambiados, el séptimo estaba en el tercero, el cuarto en el octavo,  en ático en el primero, y así. También soñó que volvía al pueblo, y todo sucedía igual que ahora, pero su mamá seguía viva y lo recibía en la casa. 

Se despertó de noche y miró alarmado el teléfono, temiendo haber perdido la llamada. En ese momento, el teléfono sonó. Era el niño, que se disculpó por haber tardado tanto. Dijo que ya podía pasar a mirar los gatos. Le dio la dirección de una de las últimas casas del pueblo. Al ver la hora que marcaba el reloj del auto, que obviamente estaba mal, se dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué hora podría ser.

En la puerta de la casa encontró un cartel que decía:

URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN

Debajo había una flecha que apuntaba a la izquierda. Siguió la flecha, bordeando la casa, donde encontró otro cartel idéntico, con la flecha apuntado en sentido opuesto. La noche de luna nueva estaba oscurísima, pero había una fila de velas que seguía el sendero marcado por los carteles, desde la parte de atrás de la casa, en descenso entre un bosquecillo hacia la playa. Casi al final, asombrado y con algo de miedo, comenzó a ver las incontables velas que iluminaban la pequeña playa, en perfecta continuidad con las estrellas que se reflejaban sobre el mar. Pero recién al pasar la última línea de pinos y sintiendo los comienzos de arena fría entre las sandalias, absorbió de golpe el espectáculo de los incontables gatitos, iluminados por las incontables velas en la noche oscura, cubriendo la totalidad de la ensenada. Era increíble, ni los gatitos situados en la orilla, mojándose con cada ola, emitían el más leve maullido.

miércoles, 15 de julio de 2015

lunes, 13 de julio de 2015